Ordenó que en su funeral se cumplieran tres encargos: a) que su ataúd fuera llevado en comitiva sobre los hombros de los mejores médicos del imperio; b) que se esparciera su tesoro en el camino conforme se avanzara hacia su tumba; c) que sus manos quedaran fuera del ataúd, expuestas, a fin de que todos pudieran verlas.
Falleció a la temprana edad de 33 años (356 a. C. – 323 a. C.), fue rey de Macedonia, conquistador del imperio persa y de amplios territorios asiáticos. Educado por Aristóteles, con un reinado de tan solo 13 años, se convirtió en uno de los máximos estrategas militares de la historia. Entonces, según se narra, ¿de qué manera justificaba el propio Alejandro Magno sus tres peticiones?
«Cuando me carguen los médicos más eminentes, quiero demostrar que, ante la muerte, ni siquiera ellos tienen el poder de curar». Nadie tiene todas las respuestas ni la verdad absoluta. Sin embargo, algunos, pretendiendo lo contrario, cruzan la fina y necesaria línea divisoria entre el sano orgullo y la arrogancia, deciden sobre asuntos que, a la postre, causan efectos caóticos.
La humildad y la madurez no consisten tanto en hacer alarde de que se conocen las respuestas como en saber formular preguntas cuando se es consciente de que no se conoce todo. Alguien sensato y justo valora el criterio de los que serán impactados por sus decisiones. Mientras más alto el puesto, mayor apertura. Consultar otras perspectivas también amplía y potencia la suya.
«Quiero que en el suelo queden mis tesoros y que sean repartidos para que todos vean que los bienes materiales conquistados quedan aquí». La acumulación paulatina de poder y múltiples posiciones jerárquicas embriaga de placer a los que, de por sí, jamás estarán satisfechos. Y no escatiman en medios para lograrlo, por ejemplo, repartir privilegios o «serruchar el piso» a otros.
¿De qué clase de «poder» hablamos si este se consigue a expensas del bienestar de otro? Algún día —y de alguna forma— todo termina: un desastre natural, una enfermedad, un error y hasta «compensaciones» del destino, que devuelve el mal sembrado. Los verdaderos líderes son colaborativos, serviciales. Lo único que acumulan es lo que han sembrado para el bien de otros.
«Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos al mundo sin nada en las manos y que nos vamos con ellas vacías». Los líderes trascendentes dejan legados profundos, seres humanos más dignos, empresas leales a su elevado propósito, organizaciones transparentes y, sin duda, principios que avivan el espíritu solidario de servicio.
Es legítimo heredar bienes materiales a los seres amados; pero aun esas personas cuidarán con más sentido y gratitud una herencia rica en valores éticos y espirituales, huella que sí es eterna.
Estas magnánimas lecciones de Alejandro el Grande coinciden con una costumbre en la Antigua Roma. Cuando un general desfilaba por las calles ostentando su victoria, un siervo iba detrás diciéndole: «Memento mori!» («¡Recuerda que morirás!») y «Respice post te! Hominem te esse memento!» («¡Mira tras de ti! ¡Recuerda que eres un simple mortal!»).