Todo proyecto, anhelo y meta desafiante requiere algo más que recursos, fama o capacidad para concretarse: ¡pasión! Aunque es difícil de describir, es fácil de reconocer en quienes la viven y sienten, como seguramente ocurre en su caso. Lo común, hecho con pasión, brilla.
En una entidad educativa, por ejemplo, esa dedicación se refleja en la entrega de sus directores y docentes a una misión de alto valor para la comunidad. Ellos se comprometen, innovan, suman valor real a los estudiantes que llenan las aulas, inspirados por esa mística.
Sin embargo, si nuevos directivos anteponen su propio interés económico, la educación se reduce a un simple negocio. Como consecuencia, una institución pierde su brillo, desdibuja su esencia, diluye su legado histórico y deteriora tanto su imagen como su calidad.
En una empresa, esa fuerza emocional agrupa a sus miembros en torno a un propósito que trasciende los productos y servicios que ofrecen. Los impulsa el amor por una causa común: crear experiencias memorables y mejorar el mundo que los rodea y al que sirven.
Ahora, si no todos se encuentran alineados con esa aspiración, no se refleja en el comportamiento de los líderes o no se refuerza de manera constante, la predilección por la rentabilidad y los procedimientos burocráticos terminarán por ahogar esa fuerza invisible.
En un equipo deportivo, la pasión se transforma en coraje, en esfuerzos extraordinarios, en un ADN ganador, constante, resiliente y confiable. En ese contexto, no hay lugar para el cansancio ni para las excusas. Todos honran la historia del equipo, son leales a su tradición y valores, que, enraizados en la identidad de sus líderes, los inculcan incansablemente.
El riesgo está en confundir tener buenos jugadores profesionales con ser un gran equipo. La energía que conecta para ganar no se improvisa ni se compra; se siente y surge del alma. La inspiración emana de quienes han gestado y honrado una identidad que enorgullece. Desde lo profundo, contagian a los nuevos que llegan por su talento e historial, que sabemos es insuficiente. El logro es hijo del esfuerzo y la perseverancia, de creer para crear y cosechar.
Un claro indicador de esa pasión es el nivel de involucramiento. No es lo mismo dar que darse. Cuando se sigue una intención superior, lo ordinario se realiza de modo extraordinario. Sin ella, se puede lograr el 99%, pero no el 100%. Un verdadero líder cuida la esencia de la cultura de su organización y se ocupa de los que la nutren y mantienen viva.
La pasión da sentido a lo que se hace, a los esfuerzos ilimitados, a la superación de adversidades. Siembra humildad para reconocer los errores, aprender de ellos y asumir la responsabilidad. Lo difícil es definirla; lo fácil es entenderla. Nace en el corazón y da sentido a cada acción que suma al gran sueño. La verdadera pasión es una fórmula (P = A + L) que fusiona el amor con la locura por una causa…, esa fuerza invisible que explica lo visible.
En una entidad educativa, por ejemplo, esa dedicación se refleja en la entrega de sus directores y docentes a una misión de alto valor para la comunidad. Ellos se comprometen, innovan, suman valor real a los estudiantes que llenan las aulas, inspirados por esa mística.
Sin embargo, si nuevos directivos anteponen su propio interés económico, la educación se reduce a un simple negocio. Como consecuencia, una institución pierde su brillo, desdibuja su esencia, diluye su legado histórico y deteriora tanto su imagen como su calidad.
En una empresa, esa fuerza emocional agrupa a sus miembros en torno a un propósito que trasciende los productos y servicios que ofrecen. Los impulsa el amor por una causa común: crear experiencias memorables y mejorar el mundo que los rodea y al que sirven.
Ahora, si no todos se encuentran alineados con esa aspiración, no se refleja en el comportamiento de los líderes o no se refuerza de manera constante, la predilección por la rentabilidad y los procedimientos burocráticos terminarán por ahogar esa fuerza invisible.
En un equipo deportivo, la pasión se transforma en coraje, en esfuerzos extraordinarios, en un ADN ganador, constante, resiliente y confiable. En ese contexto, no hay lugar para el cansancio ni para las excusas. Todos honran la historia del equipo, son leales a su tradición y valores, que, enraizados en la identidad de sus líderes, los inculcan incansablemente.
El riesgo está en confundir tener buenos jugadores profesionales con ser un gran equipo. La energía que conecta para ganar no se improvisa ni se compra; se siente y surge del alma. La inspiración emana de quienes han gestado y honrado una identidad que enorgullece. Desde lo profundo, contagian a los nuevos que llegan por su talento e historial, que sabemos es insuficiente. El logro es hijo del esfuerzo y la perseverancia, de creer para crear y cosechar.
Un claro indicador de esa pasión es el nivel de involucramiento. No es lo mismo dar que darse. Cuando se sigue una intención superior, lo ordinario se realiza de modo extraordinario. Sin ella, se puede lograr el 99%, pero no el 100%. Un verdadero líder cuida la esencia de la cultura de su organización y se ocupa de los que la nutren y mantienen viva.
La pasión da sentido a lo que se hace, a los esfuerzos ilimitados, a la superación de adversidades. Siembra humildad para reconocer los errores, aprender de ellos y asumir la responsabilidad. Lo difícil es definirla; lo fácil es entenderla. Nace en el corazón y da sentido a cada acción que suma al gran sueño. La verdadera pasión es una fórmula (P = A + L) que fusiona el amor con la locura por una causa…, esa fuerza invisible que explica lo visible.