Lidiando con los impredecibles

Usted le admiraba, como tantos otros. Su imagen irradiaba liderazgo genuino. Sus palabras, siempre elocuentes, se apoyaban en análisis rigurosos, plenos de datos, lógica y credibilidad. De repente, todo cambió: una decisión inesperada le decepcionó. ¿Qué pasó?

La llamada agilidad emocional, concepto en auge, alude a la capacidad de conectar con nuestro mundo interior: emociones, recuerdos, creencias y valores que guían nuestras acciones. Cuando no somos conscientes de ellos, nos volvemos impredecibles, erráticos; llegamos a desmentir con actos nuestro propio discurso, inesperadamente.

Su opuesto es la rigidez: esa condición que impide ampliar perspectivas, que atrinchera en el pasado, bloquea el discernimiento, niega los errores y, peor aún, rehúye la vulnerabilidad de aceptar que, al fin, no lo sabemos todo. Allí germinan la intransigencia y el atascamiento.

En cambio, la persona que reconoce la naturalidad de toda emoción la identifica, comprende, procesa y gestiona sin dejar que defina su identidad. ¿Cómo lo logra? Sustituye el «soy inepto» por «esta vez no lo logré». La emoción es transitoria, la persona permanece.

Con sabiduría, se mantiene fiel a su propósito vital, a sus principios éticos y a sus valores. De esa fuente toma decisiones a veces impopulares, pero siempre justas; corrige con firmeza y, por ello, se vuelve predecible. Todos celebran cuando la integridad va al frente.

Susan David, reconocida psicóloga y creadora del enfoque de la agilidad emocional, advierte que tan dañino es racionalizar, reprimir y apartar las emociones (embotellarlas) como sumergirse en ellas y convertirlas en el centro de todo (incubarlas). Lo sabio, sugiere, es comprender que «yo no soy mis emociones» y actuar siempre alineado con principios.

No todos cultivan este «ejercicio» de gestión emocional. En las organizaciones abundan personas influyentes que carecen de esa agilidad y, al decidir desde la inconsciencia, generan efectos nocivos en los demás. Y esas heridas terminan por erosionar la confianza.

Para David «la manera en que lidiamos con nuestro mundo interior acaba determinando todo». Una persona resiliente, que no se refugia en la conveniencia ni evade sus emociones, sabe que al sumar ética y consistencia se vuelve predecible, congruente e inspira seguridad.

Los equipos verdaderamente sólidos trascienden la mera discrepancia: escuchan lo difícil, se fortalecen en la crisis y se vinculan con la persona real que hay detrás del cargo, no solo con el personaje que representa un título jerárquico —«gerente de…», por ejemplo—.

En estos equipos conviven tolerancia y solidaridad, sin faltar exigencia ni tensiones. La interconexión basada en la agilidad emocional hace que todos sepan qué esperar de los otros. La palabra dada se convierte en acción y confianza: cimiento de la fortaleza colectiva.