Todo comienzo tiene sus particularidades. En mis primeros años como docente, solía usar la expresión que se lee en el título de esta columna. Reconocía entonces, y ahora, que la expresión no era «sofisticada», pero sí me parecía realista. En esa época, un estudiante tuvo la gentileza de regalarme un libro en cuya portada yo era el autor. ¡Mas sus cien páginas estaban en blanco!
Su idea era que yo registrara en ese libro las anécdotas que, alusivas al susodicho «tema», se suscitaran en las organizaciones que visitaba. Al poco tiempo había completado esas páginas. Ciertamente, hay personas que se afanan en hacer daño, en «pelearse» con el éxito de sus semejantes, en obstaculizar la prosperidad de la empresa donde laboran.
Son personas que no se soportan ni a sí mismas. Proyectan sus miedos, sus complejos, sus amarguras y sus frustraciones en colegas o colaboradores que, aparte de la mala suerte de estar cerca, no tienen nada que ver con ellas. Obcecadas en sus ideas, arremeten contra el prójimo.
Sumemos a los que, dominados por la envidia y los celos, se alimentan de comparaciones. En su aflicción por no ser capaces de conseguir lo mismo que otros, ya que no están dispuestos a esforzarse igual, recurren a medios injustos para demeritarlos. Y si ni así lograsen su cometido, descienden a un nivel todavía más bajo y cruel: crear rumores o decidir con base en estos.
¿Qué tal si agregamos a los de mediocre desempeño? ¡Sí!, a esos que hacen todo lo posible para no ser puestos en evidencia por quienes logran metas extraordinarias. El ocultamiento de información, los atrasos reiterados y la falta de apoyo son las armas que eligen para afectar a los que se han comprometido con los más altos estándares de resultados, servicio y cooperación.
Podríamos adicionar más ejemplos, como los que seguramente usted también está recordando… La psicología, sin duda, sabrá explicar el origen de esos comportamientos; no obstante, quienes no lo somos sabemos algo: es peligroso ser receptor o blanco del desahogo de tales emociones, porque se corre el riesgo de despertar a la «fiera que llevamos dentro». La que instintivamente suele emerger cuando somos víctimas recurrentes de esas acciones. ¿Qué hacer para evitarlo?
Primero, aceptar una realidad: hay personalidades perversas y personas con intenciones subterráneas. Tenerles compasión es un camino, no tomarse sus desahogos de forma personal es otro. La paciencia llega a su «frontera» cuando se trata de acciones concretas que lesionan la integridad: se activan mecanismos idóneos para protegerla, sea en el ámbito legal, laboral u otro.
Segundo, hay que crecer espiritualmente, pues la fortaleza interior nos permite elevarnos por encima de la ingratitud. La bajeza se trasciende exaltando las virtudes. La certeza de nuestro recto pensar, sentir y actuar nos permite continuar. De todo lo demás se encargará el tiempo…
Tercero, aplicar los tres filtros de Sócrates: «Si no es verdad, bueno ni necesario, no me lo digas y sepultémoslo en el olvido». O, simplemente, recordarle a quien persiste en «jodernos» la popular frase: «Tú, para hablar mal de mí, tienes que mentir; yo para hablar bien de ti, también».
2 Responses
Me gusto mucho ese artículo, muy acertado con respecto a la actualidad que vivimos.
Excelente me encantan las columnas