La inconsistencia es carísima: puede echar por la borda la inversión en una reputación autocelebrada, años de prestigio y confianza interna que, al fracturarse, confunden y ahuyentan al cliente. ¡Tema vigente!
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«¡Sabemos con certeza qué esperar de esa persona! ¡Sin importar el canal de contacto, esa empresa es predecible en su calidad de servicio! ¡Me siento seguro en mi equipo; nos unen valores y los vivimos con consistencia!» ¿Escucha o dice usted esto en su organización?
Resulta frustrante trabajar al lado de jefes o colegas impredecibles, volubles en sus opiniones o divorciados de su palabra dada. Imagine a quien pregona respeto, justicia y transparencia, pero se oculta para no honrar su discurso. La integridad no necesita testigos.
Quizá usted admiraba a alguien reconocido por su sabiduría, visión, elocuencia y valentía; sin embargo, la decepción llega cuando no aplica los valores organizacionales que predica, evade verdades o niega su vulnerabilidad ante un error. El ejemplo es el espejo del liderazgo.
Esa misma erosión de credibilidad afecta a una empresa o entidad cuyos clientes dependen del azar: si la atención varía según quién los atienda o el canal que elijan, la llamada «consistencia omnicanal» no pasa de ser un mito que los distancia. Peor aún si compran un servicio de alto costo y lo reciben de baja calidad. La confianza es hija de la coherencia.
La aspiración de ofrecer una experiencia consistente al cliente debe ir acompañada de la disciplina de formar personas y equipos. De lo contrario, el camino se llena de baches de pertenencia que frenan las metas. Los «pulperos» lo saben: cuando bajan las ventas, más deben mantener encendido el rótulo luminoso. La disciplina es la cara visible de la cultura.
La cultura no se decreta. El orgullo de pertenecer, la seguridad psicológica para expresar ideas o desacuerdos y la confianza mutua florecen en ambientes sólidos y coherentes. Los líderes modelan la cultura actuando con deliberación y sin ambigüedad en el trato.
Consistencia no es rigidez ni estancamiento. Al contrario, implica innovar sin traicionar la esencia cultural que da brillo a una marca —sea empresarial o personal—. Tampoco es uniformidad robotizada, sino espontaneidad sustentada en principios compartidos.
«El éxito es la suma de pequeños esfuerzos repetidos día tras día», recordaba Robert Collier. Si todos se esfuerzan por actuar con consistencia en cada interacción, la recompensa será la confianza externa y la cohesión interna; o sea, el esfuerzo convertido en excelencia.
En entornos así, el cliente confía, los errores disminuyen y los costos bajan; el empoderamiento permite resolver con rapidez y acierto. Las áreas se relacionan de manera predecible y anticipan con acierto las reacciones de sus pares. La confianza hace el resto.
Paradójicamente, las organizaciones más fieles a su propósito y principios se transforman mejor: son flexibles, resilientes y adaptables. En sabias palabras de Aristóteles, «Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito».
