La persona que es inherentemente líder basa su poder e influencia en un recurso: se le ha concedido autoridad «de abajo hacia arriba». Otros le han otorgado la prerrogativa de tomar decisiones que, de algún modo, los impactan, por eso están anuentes a secundarlas. Esa cuota de poder se resquebraja cuando el líder no asume sus responsabilidades, cuando es negligente.
La credibilidad se cosecha a través de la congruencia; se disipa ante la sospecha de la doble intención, del falso discurso y de la mentira disfrazada. A un gerente creíble e inspirador son sus propios colaboradores quienes, al aceptar su autoridad, le confieren también el galardón de líder; o sea, tal distinción no deriva del lugar ocupado en un organigrama. ¿Es ese su caso?
No existen líderes perfectos ni infalibles, nadie espera eso de su jefe. Lo que sí se anhela es creer en la buena y auténtica intención de él o ella. «De los sentidos es de donde procede toda credibilidad, toda buena conciencia, toda evidencia de la verdad», afirma F. Nietzsche. Del pasado se arrastra una reputación, y eso es valioso, pero en el presente lo que cuenta es la efectividad; es decir, convertir la atinada toma de decisiones en resultados infunde confianza en el futuro.
La reputación describe a las personas, sin embargo, no las define en el «aquí y ahora». Los títulos académicos influyen, pero no garantizan un atinado criterio; los puestos de alto mando dan prestigio, mas no brillo. Así, un proceder justo, transparente y acertado alimenta la esperanza y la creciente autoridad de los líderes, quienes con actos concretos inspiran a sus seguidores.
Del sano orgullo a la arrogancia tan solo hay un corto paso. Esa frágil frontera es una constante tentación, solo los verdaderos líderes no la traspasan. Cuando las intenciones se doblan para alimentar la autocomplacencia, el liderazgo se agrieta; consecuentemente, se socava la credibilidad. Los síntomas de la pérdida de rumbo se manifiestan cuando sus colaboradores empiezan a insinuarle: «’Líder, haz algo’ para rectificar, pues ni vas ni vamos por la ruta correcta».
La indiferencia lapida la mística; la inacción, la enferma; la injusticia, la entierra. Una persona líder, por el contrario, aviva la pasión. Para ella, cometer un error es aceptable, no corregir es duplicarlo. Posee una chispa genuina que le permite estar en contacto con lo que ocurre en ella, en su equipo y en su entorno. Es así como enciende el fuego de otros: ¡esa es su esencia!
El clamor «líder-haz-algo» deviene de un sinnúmero de conductas que afectan negativamente al equipo: la incongruencia, el incumplimiento de deberes, la postergación de asuntos perentorios en periodos de crisis o estancamiento, la desviación del rumbo, así como la desconexión del propósito superior de la organización. Usted, de seguro, conoce otros ejemplos.
Si desempeña una posición de liderazgo, pregúntele a su equipo qué puede hacer para ser un mejor líder y que todos triunfen. Si, por ahora, no la ejerce, analice la apertura de quien sí lo hace, como para que usted pueda acercarse a sugerirle: «Jefe, haga esto… El bien suyo, el bien mío y el bien del equipo, al fin y al cabo, nos incumbe a todos». Y si eso no fuese factible, entonces, es usted quien podría escuchar su voz interior cuando le diga: «¡Coopera, sé líder!, ¡haz algo!».