El ego tiende a nublar el buen criterio. También es letal para la sabiduría que alguna vez llevó a una persona a alcanzar la posición que anhelaba. La ausencia de humildad amplía la distancia entre directores y dirigidos. Los títulos y las posiciones otorgan cierta autoridad, pero si esta es desempeñada sin humanidad, atenta contra la legitimidad que se requiere para ser un líder real.
Si bien los títulos académicos certifican que alguien completó el plan de estudios, estos no garantizan ni la práctica de valores ni la responsabilidad social. Recuerdo a un profesor que solía preguntar: «¿Cuál es el enemigo?», a coro le respondían que «¡el fisco!». A algunas entidades educativas con recursos y prestigio (lo aparente) las desnudan sus propias prácticas en las aulas.
Una posición de poder debe comprenderse como la oportunidad de servir a los demás, de abonar más el terreno para el desarrollo integral de las personas a cargo y de contribuir al crecimiento de la organización. Si la raíz de ese poder es el servicio, sus frutos serán abundantes y duraderos.
Los títulos nos facultan para ejercer roles, pero no definen la calidad humana de quien los ostenta. ¿Cuánto valor agregan tantos «cartones» en la pared a alguien que no actúa con tacto ni justicia? El ejercicio de la profesión devela la vocación; pero la profesión sin vocación solamente saca a la luz el hecho de que la persona no puede disimular que no es lo que aparenta.
Una situación similar sucede con las posiciones. Alguien puede ser jefe o gerente, eso dice el rótulo en la puerta de su oficina; pero si al concurrirla los colabores desean salir de inmediato, muy probablemente es porque perciben que no encuentran a una buena persona allí dentro.
Atraer, retener y potenciar el mejor talento es todo un desafío para las empresas altamente competitivas. Las generaciones más jóvenes no están muy interesadas en la nomenclatura jerárquica ni en los rangos. Estas privilegian aprender, aportar valor y ser parte de un equipo con un propósito elevado, dirigido por quien inspire admiración más que simple respeto obligado.
Según Harvard, un 15% del éxito lo da un conocimiento técnico; un 85% son relaciones de calidad. No hay trabajos legales indignos, hay personas que no los dignifican. Un puesto es algo vacío. Se llena con la calidez, el servicio esmerado y la honradez de quien lo realiza, y no a la inversa. «Lo que importa es cuánto amor ponemos en el trabajo que realizamos», repetía la madre Teresa.
En las universidades y empresas, la formación profesional debe ser una amalgama entre la pasión, la vocación, la profesión y el sentido de misión (ikigai). El riesgo de quedarse en la capacitación técnica, descuidando la calidad humana, es cosechar un fracaso que será oneroso.
Es loable encontrar personas que, con o sin títulos, penetran en las conciencias, forjan culturas colaborativas y miran a los demás de frente, no hacia abajo ni hacia arriba. En las familias no se infunde respeto diciendo «doña mamá» ni «don papá». De igual modo, en las empresas con rostro humano, tampoco proviene de posiciones, sitios de parqueo ni tamaño de las oficinas, sino del que ofrece quien ostenta el mejor título concedido por su equipo: «¡ser excelente persona!».