En la antigua Grecia, se usaba este término para describir la conducta transgresora de seres poderosos que, con prepotencia y orgullo desmesurado, trataban despectivamente a quienes se atrevieran a discrepar de ellos. Traspasaban los límites impuestos por los dioses. En la actualidad, el síndrome sigue vigente en el contexto de algunos países y… en el de ciertas organizaciones.
¿Cómo se desarrolla? Según el psiquiatra Manuel Franco, «Una persona más o menos normal, se mete en política y de repente alcanza el poder o un cargo importante. Internamente tiene un principio de duda sobre su capacidad, pero pronto surge la legión de incondicionales que le felicitan y reconocen su valía. Todo el mundo quiere saludarlo, hablar con él, recibe halagos de todo tipo». A esa primera etapa le sigue otra en la que inicia una ideación megalomaníaca, «(…) cuyos síntomas − explica Franco− son la infalibilidad y el creerse insustituible (…)».
Transcurrido un tiempo en la silla de poder, el afectado por este mal, sufre lo que psicopatológicamente se denomina desarrollo paranoide. «Todo el que se opone a él o a sus ideas es un enemigo personal. Puede llegar incluso a la ‘paranoia o trastorno delirante’, que consiste en sospechar de todo el mundo que le haga una mínima crítica (…)», refiere Franco.
Si bien este síndrome se suele asociar con gobernantes dictatoriales, los jefes autoritarios, en algunas empresas, también exhiben sus síntomas: ego desmedido, monopolo de criterio, abuso de poder, trato indigno, inmadurez emocional, exagerada autoconfianza, impulsividad, sensación de omnipotencia, petulancia y prepotencia hacia personas, normas y procedimientos.
Quienes padecen «la hybris del poder» se rodean de aduladores que los sacan de la realidad y los convencen de que son indispensables. Despliegan maquinarias de publicidad para maquillar sus yerros y fracasos. Nutren a sus allegados de privilegios e indulgencias, los que a su vez se intoxican con delirio de poder y ven nublado su criterio. Ya nada ni nadie les importa, solo ellos cuentan.
Los «incondicionales» actúan como red informante que detecta «disidentes». Un simple chisme, una sospecha, un temor infundado basta para que a alguien embriagado de poder le sobrevenga la conducta propia de la hybris: arremeter sin piedad, escudarse en historias de persecución y de conspiraciones secretas. Su inestabilidad mental y emocional le impiden ser racional o justo.
En la mitología griega, comportarse así significaba desafiar la voluntad de los dioses. Quizá de ahí el proverbio que sentencia: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco». La diosa Némesis se hacía cargo de ellos y, con una dosis de humildad, los devolvía a su origen. El poder intoxica y afecta el juicio, arguye el neurólogo David Owen. Y, al igual que Franco, indica que el síndrome solo acaba cuando ese recurso es retirado de las manos de quienes lo ostentan.
El poder es peligroso en personas sin discernimiento ni ética. «Se le subieron los humos a la cabeza», se dice de los que llegan a una posición sin sabiduría para desempeñarla. Bien reza una frase atribuida a José de San Martín: «La soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder».