Si una pieza de cerámica se rompe, vuelven a unir sus partes y sellan las grietas con polvo de oro. Ahora será una pieza que luce con orgullo sus cicatrices y su belleza es mayor. Trasladada al plano de la vida, el valor de la práctica japonesa del kintsukuroi estriba en la capacidad de cicatrización.
El término alude al arte de reparar cerámicas resaltando sus roturas en lugar de ocultarlas. Estas evidencian el paso por circunstancias difíciles. Igualmente, hay quienes, tras haber superado y comprendido una crisis, se vuelven una mejor versión de persona, ya no se parecen al resto.
En un verdadero equipo ―repito― verdadero, la aceptación de la vulnerabilidad mutua une. El ambiente es diáfano, se respira alivio en ausencia de pesados maquillajes. No se ostenta la perfección: las viejas heridas, las falencias, las dudas y las «asimetrías» emocionales se dejan ver.
En el último siglo de la Edad Media, el sogún, Ashikaga Yoshimasa, envió su taza de té a reparar a China. Cuando se la devolvieron, no le gustó el acabado de esta, no era fino; entonces, artesanos locales pulieron las grietas con oro. La taza se convirtió en la favorita del sogún. Así nació un nuevo arte, cuyo profundo significado hoy se compara con el de la resiliencia humana.
La pretensión de ser perfectos es propia del exceso de autocrítica. Conforme pasan los años, el cuerpo nos invita a abrazar la imperfección. En la empresa, la ilusión de ser infalible siembra el miedo, endurece el trato, resquebraja la mística, deteriora las relaciones, destruye a sus líderes.
En cambio, mostrar lo que se ha roto, sellado con humildad y sabiduría, nutre entornos de aceptación mutua. Experimentar la vulnerabilidad compartida es la columna del vínculo. En un ambiente así, de evolución continua, no se levanta un muro de protección, sino uno de confianza.
En mis programas de integración de equipos gerenciales, he constatado que, cuando sus miembros abren sus libros de vida y revelan algunas de sus vivencias, también entregan la llave que abre las puertas del diálogo y la comprensión. Liberan el deseo de trabajar juntos. La luz que se filtra a través de sus «grietas de oro» los ayuda a desvestir el ego y el temor que los desunía.
Las heridas pasadas y presentes son parte de la realidad. Se pueden dejar abiertas y sin sanar o se les puede aplicar la técnica del kintsugi. Eso sí, hay que vivir con las consecuencias de la opción que se escoja. La segunda es señal de valentía, de apertura al cambio y de fluencia con la verdad.
Cuanto más se intenta ocultar las fisuras personales, más se agrandan las grietas entre líderes y equipos, entre compañeros y grupos. Analice qué hay de malo en decir «no sé», «no entiendo», «no estoy seguro», «me siento mal», «me equivoqué». ¿O acaso ello no nos hace más creíbles?
Perdonar, perdonarse, valorar para qué y no solo por qué previene que arroje valiosas «piezas rotas» que solo esperan por el sabio artesano: ¡¿usted?! «La herida, nos advierte Rumi, es el lugar por donde entra la luz». Así que, ¡ánimo!, si usted descubre cómo recomponerlas, las exhibirá con dignidad, con coraje, con orgullo. Quebrarse era ordinario; avanzar, lo extraordinario.