La obsesión por la perfección, lejos de desembocar en un estado de «bien vivir», causa exceso de frustración, decepción y sufrimiento. El fanatismo en materia de «felicidad», excelencia y congruencia provoca insatisfacción recurrente cuando la distancia entre las expectativas y lo alcanzable es ineludible. ¿No será lo más sabio aceptar una realidad perfectamente imperfecta?
Miremos: entidades educativas de alto prestigio que no practican lo que enseñan, organizaciones de renombre cuyos valores son carcomidos por la corrupción, amigos que se desdibujan, gobernantes que contradicen el discurso de la campaña. Agregue a la lista sus propios ejemplos…
El clima laboral «sufre» por la decepcionante disyuntiva entre las aspiraciones de bienestar para todos y el egoísmo de unos pocos que interfiere en la consecución de resultados colectivos. Esta tensión entre quienes promueven lo correcto y los que frenan la marcha para lograrlo diluye el mito de las declaraciones de misión, visión y principios como articuladores del actuar corporativo.
Las altas expectativas sobre la consistencia de los líderes de equipos de trabajo desembocan en el mar de la desilusión cada vez que toman decisiones erróneas. Lo real es que son seres humanos que fallan, como todos. Así se disipa también la ficción de que sean jefes perfectos e infalibles.
Podríamos continuar citando mitos ajenos a nosotros. ¿Pero qué tal si ahora nos incluimos? Uno de ellos es creernos soberanos en el momento de establecer rutas y metas. Lo cierto es que somos interdependientes: no somos islas ni vivimos en una burbuja libre de perversidad y codicia.
Otro es la sed insaciable de fijarse objetivos imprecisos que, además, no fructifican. Esta tiene raíz en la exigencia irreflexiva, que solo cosecha frustración. La trampa de aspirar a algo que es ilusorio provoca una búsqueda obsesiva e incesante… Practicar la espiritualidad y la inspiración da dirección al esfuerzo diario, pero si el destino es difuso, su fuerza se debilita paulatinamente.
Es natural perseguir propósitos elevados, como por ejemplo la felicidad. Pero ¿qué es la felicidad? Según lo que respondamos, podríamos caer en la trampa de pensar que conseguirla depende nada más de nuestra voluntad. Hay circunstancias y actores que «se empeñan» en boicotear esa legítima aspiración. Esto derriba el mito de que «ser feliz» sea una decisión personal, autónoma.
Calificar las emociones como buenas o malas sin considerar su origen, su contexto y su función es propio de la mente dual. Tanto la creencia de que sentirse mal a veces es nocivo como la convicción de que hay que ser siempre ecuánimes pueden jugar en contra de nuestra paz interior.
Lo verdaderamente valioso de la vida es grandemente sencillo. No se trata entonces de resignarnos, ni de ser pasivos, ni de conformarnos, sino de extraer la lección de cada circunstancia para aceptar la realidad de lo posible y de lo imposible, para abrazar la vida real con sus sinsabores y matices. Quizá si rompemos estos y otros mitos podemos seguir avanzando con propósito trascendente, con gratitud, asidos a una fuente de satisfacción profunda ―la solidaridad―, robusteciendo las raíces del bien ser, del bien estar, del bien tener y del bien hacer.