¿Suceden en su equipo situaciones de diversa índole que usted critica? Bueno, quizás no sea consciente o nadie se ha atrevido a comentarle que usted es percibido como un causante de ellas. ¿Ha notado que por más que reclama nada cambia? ¡Claro, porque quien debiera cambiar es simplemente usted! Sea su propio mago: ¡el que cambia adentro verá cambios fuera!
Observar el comportamiento ajeno y encontrar en este las causas de los errores o problemas no requiere mucho esfuerzo. Tomar conciencia de la influencia que tenemos en otros, sea positiva o no, nos permite actuar con responsabilidad y asumir las consecuencias por los juicios emitidos.
Emprender el viaje hacia el interior, para observarlo con espíritu crítico, demanda valentía y una alta dosis de humildad. En ocasiones, ambas cualidades son adormecidas por un ego hinchado: que cree ser dueño de la verdad y se atribuye el poder de opacar la de otros. «A la mayoría de las personas prefiero darles la razón rápidamente antes que escucharlas», decía Montesquieu.
Conocí a un jefe que solía reaccionar de forma irrespetuosa, infundada, excesiva y condenatoria ante lo que —según su juicio— era una anomalía. Un buen día, sus colegas, afectados, descubrieron que él reclamaba a otros por lo que él mismo hacía. ¡No, no eran ellos el problema!
Podría suceder que quien señala los problemas tenga total o parcialmente la razón, pero que su forma de expresarse sea tan desproporcionada que constituya un segundo problema para el equipo. La forma riñe con el fondo: no hay cómo solventar una situación si la manera como una persona la expone se convierte en otro problema, si esta ni siquiera se siente parte de la solución.
Alguien es «el problema» cuando crea crisis por tomar decisiones que afectan la dignidad ajena sin haber verificado las fuentes de los datos que las sustentan, propio de culturas organizacionales contaminadas por el miedo. Allí, los problemas reales son los sesgos de opinión.
No se debe confundir resolver con revolver. La intransigencia y la prepotencia apagan la capacidad de reconocer los errores propios, por ende, también la de ejercer el liderazgo. ¿Quién tiene que cambiar para que todo cambie?: los espejos suelen tener la respuesta a esta pregunta.
El perfeccionismo empaña la visión de lo posible, obstruye la facultad de apreciar los esfuerzos y la motivación del equipo para superarse a sí mismo. Hay situaciones para las que no existe la solución deseada, sino una factible. La obsesión por lo ideal retarda la reacción y el avance real.
Los líderes y miembros de equipos maduros habilitan espacios para la autocrítica, pausas para evaluar sin son parte de la solución o del problema. Cuando cada uno se centra en el objetivo común de la organización, se avanza en la dirección correcta; como los niños, que se centran en la tarea, en el deseo de aprender: enfrentan los desafíos, los resuelven y salen en busca de otros.
Ahora analice lo siguiente: en su equipo, ¿quiénes están enfocados en resolver y no en revolver el problema? ¿De qué forma contribuye usted —si se lo permiten— a quitar frenos para avanzar?